Los sentimientos que embargan a Dios cuando alguno de sus hijos se pierde, podrían sintetizarse, en dos palabras: dolor profundo. Él nos ama y literalmente se conmueve con el sufrimiento de quienes tocan fondo.
Fernando Alexis Jiménez | Director del Instituto Bíblico Ministerial
La idea de que Dios anda ocupado en condenar a las personas, atento a sus errores para señalarlos con dedo acusador y enviarlos al infierno, es totalmente equivocada y dista mucho del Padre amoroso de quien aprendemos en las Escrituras.
Él es amor, como declara la Palabra:
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados. Queridos hermanos, ya que Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros.” (1 Juan 4: 10, 11 | NVI)
¿Qué ocurre con el corazón del padre cuando sus hijos sufren como consecuencia del pecado? Sin duda, Él se quebranta,
De ahí que nuestro amado Salvador Jesucristo describa el asunto con palabras sencillas, pero contundentes:
“Supongamos que uno de ustedes tiene cien ovejas y pierde una de ellas. ¿No deja las noventa y nueve en el campo, y va en busca de la oveja perdida hasta encontrarla? Y, cuando la encuentra, lleno de alegría la carga en los hombros y vuelve a la casa. Al llegar, reúne a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo; ya encontré la oveja que se me había perdido”.” (Lucas 15: 4-6 | NVI)
La parábola se explica por sí misma. Sin embargo, le animo a mirar dos cuadros de nuestra realidad contemporánea:
UN MENDIGO RESTAURADO
Martha sintió un profundo dolor cuando vio a su hijo Ricardo durmiendo en un rincón, junto a un edificio del centro de la ciudad. Estaba acurrucado por el frío, arropado únicamente con unos plásticos y cartones.
Era la situación a la que lo habían llevado las drogas. Era adicto a la cocaína desde los 17 años. Hacía lo que fuera para proveerse de dinero.
Unas veces robaba, otras, pedía limosna y, en la mayoría de los casos, se paraba enfrente de los restaurantes para pedir sobras de alimentos.
Cualquier peso que reunía, lo destinaba de inmediato al consumo de sustancias, no a alimentarse. No se moría de hambre porque esculcaba los tachos de basura en búsqueda de desperdicios.
Si encontraba algo, así fuera descompuesto, sonreía con satisfacción y sus ojos brillaban de emoción.
—En varias ocasiones lo internamos en centros de rehabilitación, pero todo esfuerzo resultaba inútil. Se escapaba o protagonizaba hechos violentos para que no lo volvieran a recibir. —relata su madre.
—Cada vez que llamaban a la puerta, me sobresaltaba. Junto con mi familia, temíamos que nos trajeran la noticia de su muerte–, señala con dolor, rememorando aquella época.
Al mirar el panorama y comprobar que no había mayores posibilidades, volvió la mirada a Dios. Oraba por su hijo, la mayor parte del tiempo.
Como era de esperarse, Dios respondió al clamor (Lucas 18: 1)
Ricardo es hoy una nueva criatura (2 Corintios 5: 17) Tuvo un encuentro personal con el Señor Jesucristo que lo transformó.
“Se dejó alcanzar por la gracia de Dios”, relata su madre quien, junto al esposo, dos de sus hijos y el propio Ricardo, asisten a una iglesia cristiana reformada de su barrio.
Por supuesto, todavía hay heridas en la familia, pero con ayuda de Dios todos están experimentando sanidad.
LA UNIVERSITARIA QUE VOLVIÓ A CASA
¿Qué decir de Amparo? Que era joven, inteligente y comprometida con sus estudios universitarios, pero esclava de una vida libertina.
—Creo que fueron las malas amistades–, aseguraba su padre, un hombre que raya los sesenta años.
—Por mi parte, pienso que no la preparamos en casa para que enfrentara las tentaciones del mundo–, señala la madre. Ha sufrido lo indecible por la situación de la muchacha.
Comenzó a llegar tarde en la noche y, luego, a la madrugada cuando recién iniciaba su formación profesional.
Cada llamado de atención por parte de sus padres desataba una tormenta, Amparo se tornaba grosera y violenta. No se controlaba.
Un día cualquiera y para sufrimiento de sus progenitores, decidió irse de casa. Se fue a vivir al apartaestudio de su novio, a quien había conocido hacía pocas semanas y de quien, aseguraba, era el amor de su vida. Uno de tantos.
Le insistían en que regresara, pero ella se negaba obstinadamente.
En medio de la vorágine de sentimientos encontrados, sus padres oraban. Hasta el domingo en la tarde en que llamaron a la puerta con insistencia, Una, dos, tres veces.
Cuando abrieron, en el marco de la puerta estaba Amparo. Rompió en llanto. Les confesó que estaba embarazada, que su novio no quería responder y que deseaba volver a casa…
LA ALEGRÍA DE DIOS
Los sentimientos que embargan a Dios cuando alguno de sus hijos se pierde, podrían sintetizarse, en dos palabras: dolor profundo. Él nos ama y literalmente se conmueve con el sufrimiento de quienes tocan fondo.
El Señor Jesucristo describió la alegría del Padre cuando sus hijos se arrepienten:
“Les digo que así es también en el cielo: habrá más alegría por un solo pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse.” (Lucas 15: 7 | NVI)
La conversión de quien iba de camino al infierno, le llena de gozo. ¡Es la manifestación ilimitada de Su amor por cada uno de nosotros!
El apóstol Juan describe la naturaleza del corazón del Supremo Hacedor:
“Ese amor se manifiesta plenamente entre nosotros para que en el día del juicio comparezcamos con toda confianza, porque en este mundo hemos vivido como vivió Jesús. En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor. El que teme espera el castigo, así que no ha sido perfeccionado en el amor. Nosotros amamos porque él nos amó primero.” (1 Juan 4: 18, 19 | NVI)
Jamás olvide que la esencia de Dios es el amor. Un amor que perdona nuestros pecados en respuesta al arrepentimiento sincero.
Como podrá apreciar en las pocas líneas que hemos compartido hoy, el Señor no está empecinado en sorprendernos en pecado para castigarnos. Por el contrario, anda en nuestra búsqueda. ¡Nos perdona y ofrece una nueva oportunidad!
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