Históricamente ha habido dos segmentos: los pecadores y los religiosos. En algún momento, quien anda en pecado, desea emprender una nueva vida. Los religiosos condenan, señalan, critican. Lo más relevante es el perdón de Dios, por Su gracia.
Fernando Alexis Jiménez | Editor de la Revista Vida Familiar | @VidaFamiliarC
Desconozco quién es usted, dónde se encuentra o qué le llevó a leer estas líneas. De lo que sí estoy convencido, es de que no se trata de una coincidencia. Por el contrario, creería que Dios abrió las puertas para que tuviéramos esta conexión. Él tiene formas extrañas e incomprensibles para mostrarnos que tenemos una nueva oportunidad de recomenzar la vida, dejando atrás un pasado de dolor, desesperanza y acusación que nos impide avanzar.
Partamos de una base: todos hemos cometido equívocos. Unos más que otros. Algunos dicen, atrocidades. “Aborté tres bebecitos en mi juventud. No quería renunciar a una vida licenciosa, de baile, noviazgos fugaces y a las drogas. Me he arrepentido y deseo que Dios me perdone”, confesó una madre, deseosa de emprender una existencia renovada.
La historia de Rafael es distinta, pero igualmente dolorosa: “Agredía a mi esposa con frecuencia. Lo hacía cuando llegaba borracho a casa. No tenía misericordia. Perdí la cuenta de las veces en las que produje heridas a su cuerpo. Al tener un encuentro personal con Jesucristo, me arrepentí y decidí cambiar. Puedo decir que hoy soy una nueva criatura. De hecho, mi esposa, no puede creer los cambios que he experimentado desde entonces.”
Para Jorge Eliécer, la vida hoy tiene sentido. Antes no pesaba así. Quince años atrás era un desastre. “Me volví adicto, primero a la marihuana, luego a la cocaína y, por último, a la heroína. Robaba para satisfacer el vicio. En varias ocasiones herí con cuchillo a quien no quería entregarme sus pertenencias. Desconozco qué pasó con ellos. Todo fue distinto cuando reconocí mi error, me arrepentí y le pedí al Señor Jesús una nueva oportunidad.”
Por supuesto, el listado de historias podría ser muy extenso. Su propia existencia, podría llenar muchas páginas en un libro. Pero al llegar a este punto, sin dunda coincidirá conmigo en que el pecado nos lleva a tocar fondo y, en ese tránsito, dañar la vida de las personas que amamos.
Sin embargo, nuestro amado Padre celestial, nos ofrece una oportunidad. Perdona nuestros pecados. Nos permite escribir nuevos capítulos en la historia.
SER LIBRES DE LA CONDENACIÓN
Dios nos ama. Ese amor ilimitado, lo manifiesta con gracia, es decir, un favor inmerecido. Es por esa gracia que a veces no alcanzamos a comprender, que nos perdona, sin importar la magnitud de pecados que hayamos cometido.
A su alrededor muchas personas quizá murmuran. Le critican, cuestionan, atacan. No perdonan sus errores del ayer. Con el odio que le profesan, reafirman su convicción de que, por sus pecados, no merece perdón. Si tuvieran esa posibilidad, serían los primeros en arrojar la primera piedra para lapidarlo.
¿Ha pensado en esa realidad? ¿Le duele en el corazón? ¿Ha experimentado desaliento? ¿Probablemente comenzó un proceso de cambio en sus fuerzas y ante el primer tropiezo, renunció al propósito? Si es así, debe seguir acompañándome en ese caminar.
La actitud condenatoria no es nueva. Ha sido histórica. En la época de Jesús, también se cuestionaba a los pecadores. No se aceptaba que tuvieran una oportunidad.
Los religiosos estaban en contra de que el Maestro se sentara a la mesa con ellos, para escucharlos, traerles una palabra de consuelo y motivarlos a experimentar una nueva vida.
El evangelista Lucas relata:
«Muchos recaudadores de impuestos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo, de modo que los fariseos y los maestros de la ley se pusieron a murmurar: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos».»(Lucas 15: 1, 2 | NVI)
En la escena, cuatro actores que se reúnen en dos sectores específicos: los cuestionados y los inquisidores.
Veamos el primer grupo: los recaudadores de impuestos. Eran judíos, muchos de los cuales acudían al soborno para adquirir el derecho a ser cobradores de tributos para Roma. Traicionaban a su nación y, de paso, oprimían a sus paisanos.
Como es previsible, buscaban enriquecerse, pidiendo mayores recursos de los que debían pagar las personas. Lo apenas natural: eran odiados. Los excluían de la vida religiosa y no se les permitía entrar ni en las sinagogas ni en el templo. Los marginaban.
Los pecadores del momento, eran aquellos que no profesaban la fe judía. Algunos alimentaban un comportamiento licencioso y, por supuesto, no se arrepentían. De hecho, se enorgullecían.
Desde la perspectiva humana, no tenían derecho a nada, salvo a la condenación. Igual es la perspectiva moderna con respecto a quienes fallan.
LOS RELIGIOSOS, SIEMPRE PRESENTES
Los fariseos, una secta religiosa purista, y los maestros de la ley, estudiosos de las Escrituras, tenían conocimientos religiosos, pero se circunscribían al conocimiento, no a la relación con Dios, el Padre del perdón y de la gracia.
Los religiosos de los tiempos de Jesús y los religiosos contemporáneos, tienen características similares. Están convencidos de cómo se deben comportar las personas que les rodean, definen unas normas—muchas de ellas sin basamento bíblico—acerca de cómo debe pensar y actuar un creyente en Cristo y se consideran llamados a condenar a quienes no se mueven en su esfera.
Frente a sus actuaciones, está el Salvador, de quien leemos:
“Él entonces les contó esta parábola: «Supongamos que uno de ustedes tiene cien ovejas y pierde una de ellas. ¿No deja las noventa y nueve en el campo, y va en busca de la oveja perdida hasta encontrarla?” (Lucas 15: 3, 4 | NVI)
Algo maravilloso de nuestro Señor, es que antes que mirarnos con sentimiento acusador y fruncir el ceño, lo hace con amor. Conoce lo que hemos vivido, sabe de nuestros pecados, es consciente del arrepentimiento que nos anima, y desea ayudarnos en el proceso de cambio y crecimiento.
EN BÚSQUEDA AMOROSA DEL PECADOR
Dios va en busca del pecador. Esa una manifestación de Su gracia. Nos ofrece múltiples circunstancias para que vamos a Su encuentro. Él conoce la disposición de empezar el cambio.
Siempre ha sido así. Como dicen las Escrituras, Él conoce nuestro corazón, lo más íntimo de nuestros pensamientos:
«Yo, el Señor, sondeo el corazón y examino los pensamientos, para darle a cada uno según sus acciones y según el fruto de sus obras.» (Jeremías 17: 10 | NVI)
Lo más probable es que nadie a su alrededor sabe de su propósito de ser diferente, de emprender una nueva vida, de arreglar las cosas con su cónyuge, de tener una buena relación con los hijos y, en general, con todos los integrantes de la familia y quienes le rodean.
Aprópiese de la gracia de Dios que perdona, en respuesta al arrepentimiento, y comience hoy esa existencia renovada que encontramos en Él.
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