La decisión de acogernos a la gracia de Dios está en nuestras manos. Él es perdonador. Se duele de nuestro dolor y acepta el arrepentimiento por nuestros pecados. Por eso nos perdona.
Fernando Alexis Jiménez | Editor del portal Familias Sólidas
Un calor insoportable. El sol en una posición canicular. Sudor, dolor, sangre. Los tres hombres están en la cumbre. Crucificados. No hay opción. Deben morir. La sed los atormenta y, también, la imposibilidad de respirar. Lo hacen, pero con dificultad.
Uno de los condenados masculla su rabia, el deseo de maldecir, de desfogar su radia con todo y contra todos. Juan el evangelista, lo describe así:
«Uno de los criminales allí colgados empezó a insultarlo: —¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!» (Lucas 23: 29 | NVI)
Incrédulo, lleno de maldad, dispuesto a asumir las consecuencias por sus pecados.
¿Le ha ocurrido alguna vez? Todo pareciera ir de mal en peor. Y culpa a quienes le rodean. Incluso se pelea con Dios. Una forma de marginarnos de nuestra responsabilidad cuando nos equivocamos.
Pero en medio del caluroso atardecer, otra vez de quien, igual, compartía el suplicio:
«Pero el otro criminal lo reprendió: —¿Ni siquiera temor de Dios tienes, aunque sufres la misma condena? En nuestro caso, el castigo es justo, pues sufrimos lo que merecen nuestros delitos; este, en cambio, no ha hecho nada malo. Luego dijo: —Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.» (Lucas 23: 40-42 | NVI)
Y es aquí, en medio de un escenario de dolor, cuando se manifiesta la gracia de Dios:
“—Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso —le contestó Jesús.” (Lucas 23: 43 | NVI)
El Señor Jesucristo no tuvo en cuenta todo el cúmulo de pecados que acompañaba la vida de este hombre. Aceptó el arrepentimiento del criminal y lo perdonó. Gracia. Así de sencillo, aun cuando no la comprendemos. Una manifestación del amor infinito de Dios por el género humano.
Por la sangre de Jesús limpió toda nuestra maldad, nos abrió las puertas a una nueva vida y nos asegura la eternidad.
El autor y teólogo, John Macarthur, lo explica de la siguiente manera:
“Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.”
La obra redentora nos transforma. Es algo inherente a la gracia de Dios. Puede que nuestro ayer haya sido de maldad. Hemos pecado y de manera tan vergonzosa, que no queremos acércanos al Señor. “Nos rechazará”, pensamos.
Sin embargo, desestimamos el amor que nos tiene, que no tiene límites. Él no quiere nuestra perdición, sino que seamos salvos y estemos con Él en la eternidad.
UNA NUEVA OPORTUNIDAD
Piense en el apóstol Pedro, uno de los más cercanos a Él. Lo negó una y otra y otra vez, como leemos en Lucas 22: 54-61. En ese momento, antes que condenarlo, Jesús le miró con amor y compasión y leemos:
“En el mismo momento en que dijo eso, cantó el gallo. El Señor se volvió y miró directamente a Pedro. Entonces Pedro se acordó de lo que el Señor le había dicho: «Hoy mismo, antes de que el gallo cante, me negarás tres veces». Y saliendo de allí, lloró amargamente.” (Lucas 23: 59-62 | NVI)
La frase clave fue el arrepentimiento de Pedro. Dios no lo desechó. Por el contrario, lo encontramos predicando el primer mensaje que trajo como consecuencia la conversión de 3000 personas, como leemos en Hechos 2: 1-42.
ALGUNOS DESECHAN LA GRACIA
Ahora vamos al caso de Judas. Él traicionó igualmente a Jesús. Lo vendió por 30 monedas de plata. ¿Pudo arrepentirse? Por supuesto que sí. ¿Lo habría perdonado Dios? Claro que sí. Dios no nos rechaza. Él conoce de nuestro arrepentimiento y deseo sincero de cambiar.
El evangelista Mateo relata:
«Cuando Judas, el que lo había traicionado, vio que habían condenado a Jesús, sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y a los líderes religiosos. —He pecado —dijo—, porque he entregado a la muerte a un inocente. —¿Y eso a nosotros qué nos importa? —respondieron—. ¡Allá tú! Entonces Judas arrojó el dinero en el santuario y salió de allí. Luego fue y se ahorcó. Los jefes de los sacerdotes recogieron las monedas y dijeron: «La ley no permite echar esto al tesoro, porque es dinero pagado para derramar sangre». Así que resolvieron comprar con ese dinero un terreno conocido como Campo del Alfarero, para sepultar allí a los extranjeros. 8 Por eso ha sido llamado Campo de Sangre hasta el día de hoy. Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías: «Tomaron las treinta monedas de plata, el precio que el pueblo de Israel había fijado, y con ellas compraron el campo del alfarero, como me ordenó el Señor».» (Mateo 27: 3-10 | NVI)
La decisión de acogernos a la gracia de Dios está en nuestras manos. Él es perdonador. Se duele de nuestro dolor y acepta el arrepentimiento por nuestros pecados. Por eso nos perdona.
Además de perdonadora, la gracia divina transforma. Usted puede acogerse a ella y comenzar una nueva vida. El Señor no lo obligará. Es una decisión que está en sus manos. Él es respetuoso de su decisión.
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